Recuerdos, recuerdos…

Historias de la ¿puta? mili

…En un día cualquiera de julio, los soldados regresan al cuartel, tras practicar orden de combate pegando barrigazos, junto al resto de efectivos de la 1ª compañía de fusiles del Regimiento La Reina nº 2… veo como regresa una sección de infantería, a paso ligero, con el CETME terciado, marcando el paso… observo el momento del “rompan filas”… y me fijo en que la tropa corre hacia la fuente de agua fresca, fresquísima, que brota del caño de la compañía de zapadores, que en esas circunstancias debía ser como una bendición…

La “mili”. ¡Qué palo! ¡Vaya rollo! ¡Un año perdido! Eso decían algunos. Por mi parte, cuando me tocó hacer el servicio militar, escondí mi defecto en la vista, que estaba en la frontera de las 4 dioptrías, ya que ése era el límite para poderla hacer. Muchos de mis compañeros de estudios se libraban con esos estándares (incluso en la frontera, como yo estaba, o un pelín por debajo). Precisamente por ello, porque no quería perder otro año de mi vida haciendo lo mismo de siempre, yo nunca tenía nada que alegar. Quería hacerla. Recuerdo que el primer día de estancia en el cuartel, en Cerro Muriano, enviaron de vuelta a casa a un recluta por exceso de peso. Él no podía esconderlo. Pero no es el único recuerdo, no. También recuerdo a ese hombretón llorando, porque él también quería hacerla. Mala suerte la suya…

En mi caso, de hecho, no solo elegí hacerla, sino que además elegí unidad. En esa época, hacia el final de la vigencia del servicio militar obligatorio, se disponía de esa opción, conocida en el argot como OPLA (por “oferta de plazas”). Incluso pude elegir el tipo de actividad que deseaba desempeñar en dicha unidad: fusilero-explorador. Me atraía, asimismo, la de tripulante de medios acorazados, pero me di cuenta de que para ello se exigía el graduado escolar, y pensé… ¡buf! demasiado elitista.

De esta guisa, me incorporé a una Brigada de infantería mecanizada (la entonces BRIMZ XXI). La elegí en función de la variedad de blindados que tenía de dotación, para maximizar de ese modo mi goce y disfrute. Mi intención era pasármelo en grande. En esa etapa, en la BRIMZ “Guzmán el Bueno” teníamos carros de combate M-60A3, aunque todavía pude ver un M-47E2 -es decir, con cañón de 105mm, que es un modelo único en el mundo, producto de una adaptación nacional-, cañones autopropulsados M-109, además de unos 150 BMR-600 que eran la “montura” del RIMZ en el que me integré, siempre dentro de dicha brigada. Estando allí recibimos M-113, mientras que en las postales de Navidad de ese año ya figuraba la silueta de los Leopard-2A4. Pero estos carros de combate, llamados a sustituir a los M-60A3, llegaron poco después de que me licenciara… lástima. Eso sí, pude especializarme como operador del sistema de misiles anticarro Milan. Ese hubiera sido mi puesto táctico en caso de entrar en combate.

En esa época yo no tenía un duro. Justo había terminado la carrera de derecho, aunque no hice milicias. No alcanzaba a entender cómo podría dar órdenes a un sargento que tenía los “huevos pelados” de darlas y recibirlas. Aunque, por esa misma razón, elogio a quienes optaron por el camino de las milicias y lo hicieron bien en los cuarteles. Además, en mi casa la economía no estaba muy allá (mi padre era jardinero, autónomo, y el negocio pasaba por una mala racha). Así que los fines de semana me quedaba en el cuartel, salvo que me concedieran un permiso que superara los tres o cuatro días, cosa que sucedió en contadas ocasiones, mientras que la inmensa mayoría de mis compañeros podían ir a sus domicilios debido a que, dada la regionalización del servicio militar, la inmensa mayoría eran de Córdoba y alrededores. Algunos eran de Jaén y unos pocos de Ciudad Real. Otro era de Sevilla. Y también había uno de Málaga -de Marbella, para más señas-. Pero yo era el único de mi unidad (la 1ª compañía de fusiles) que era catalán. En mi caso, con doce horas de tren para ir, y otras doce para volver, no tenía sentido ir para casa los fines de semana. Mientras que la opción de acercarme a Sevilla para volar desde ahí hasta Barcelona, la descarté por falta de presupuesto (en esa época, los vuelos no eran tan baratos como ahora). De todos modos, en el cuartel estaba a gusto. Solamente llamaba un día a la semana a mi casa, y mi madre todavía recuerda, con cierto puntillo, que yo siempre estaba alegre. Claro, ¿cómo no iba a estarlo?

Recuerdo un buen día en el que por fin pude ir para allá y, a la vuelta… ¡la ley de Murphy! tenía permiso hasta el toque de diana (a las 7 de la mañana) pero el tren expreso se retrasó y llegué al cuartel como dos horas tarde. Pues bien, cuando me presenté en el despacho del sargento de semana, esperando el consiguiente arresto, vi que el hombre miró su estadillo, me miró a mí, puso cara de no entender nada y me dijo que yo tenía permiso hasta ese mismo día… pero por la noche. Es decir, que había llegado un montón de horas antes de lo previsto. Yo también me quedé perplejo. ¿Qué había ocurrido? Pues que esos estadillos se completaban y modificaban con lápiz. De modo que, al ver que yo no llegaba, el cabo de cuartel los modificó, cambiando la “X” de hora. Ese compañero se la jugó. Si lo pillan, como solíamos decir, “se le cae el pelo”.

Era usual que mis compañeros de la 1ª compañía me invitaran a pasar algún fin de semana en sus casas, con sus familias. Recuerdo, en esta tesitura, a “Vílchez” (así conocido, porque era de ese pueblo), a Ruz, que era de Montilla, y a Lara, de Córdoba capital. También recuerdo a Flores, el “cabrero” (pues ese era su oficio) que era de Alcolea. Nunca fui a su casa, pero no puedo olvidar su gesto, reiterado varias veces, cuando él volvía de su permiso y me encontraba concentrado, tomando notas de libros de John Stuart Mill, o de Joaquín Costa, o de John Locke, en mi litera. Eran los autores que más trabajaba en mi tiempo libre en esa etapa de mi vida. El “cabrero” solía traer bandejas repletas de dulces. Teóricamente eran para él. Pero, curiosamente, llegaban intactas y, curiosamente también, él siempre decía que no tenía hambre. E indefectiblemente me preguntaba si yo quería ayudarle a terminar con esos dulces, porque si no, añadía, “se van a echar a perder” … ¡La madre que lo parió! Y luego dicen que los andaluces no tragan a los catalanes. Pues yo digo que el que toque a los andaluces delante de mí tendrá una cumplida respuesta por mi parte.

Recuerdos, pues, los tengo, muchos y muy buenos. Recuerdo

 el sol abrasador de Cerro Muriano…  en un día cualquiera de julio, mientras hacía orden de combate, pegando barrigazos, junto al resto de efectivos de la 1ª compañía de fusiles del Regimiento La Reina nº 2; recuerdo el regreso al cuartel, a paso ligero, con el CETME terciado, marcando el paso; recuerdo el momento del “rompan filas”, y recuerdo correr hacia la fuente de agua fresca, fresquísima, que brotaba del caño de la compañía de zapadores, que en esas circunstancias era como una bendición: ¡Dios!

Recuerdo, asimismo, el día en que me armé de valor para volver a frecuentar el sacramento de la reconciliación, aprovechando que un sacerdote aparecía por la capilla del acuartelamiento. Como tantos otros jóvenes, de ayer y de hoy, había dejado de ir a misa y arrastraba alguna mala conducta que me comenzaba a preocupar. Corría el riesgo de despistarme en demasía. Y sí, me costó bastante más arrodillarme ante Dios que pegar tiros con munición de combate. Pero… ¡qué alivio! Entré cabizbajo, enfadado conmigo mismo, y salí contento, liberado. Al pobre Nietzsche no le gustaba eso de la conciencia de culpa. Él quiso terminar con Dios, y terminó como un cencerro. Y yo estoy feliz de la vida gracias, según creo, al camino que inicié ese día, tras esa confesión. Pero quien quiera puede seguir el ejemplo del alemán, claro (faltaría más).

Recuerdo, también, el día en el que me fui de maniobras de PBI, a dormir un día sí y otro también al raso, con todo el equipo de combate a cuestas, CETME incluido, junto con otros 200 compañeros de reemplazo. Mi capitán (Carreras Luján, que, aunque canario, insistía en que su primer apellido era catalán) nos dijo que no íbamos a ver los BMR-600 ni en pintura, y que las planteaba como unas maniobras de endurecimiento. Al principio pensé… “muchas películas de Rambo habrá visto mi capitán”. Pero… ¡vaya que si lo fueron! El agua estaba racionada, lo cual daba la lata, en pleno verano cordobés. Pero lo peor era el racionamiento del sueño. Solamente teníamos 4 horas (de 2 a 6 de la madrugada) para poder conciliarlo… aunque no siempre. Porque la noche que nos tocaba el servicio de patrulla (que se prolongaba durante una hora), rezábamos para que al menos nos tocara de 2 a 3, o de 5 a 6 de la madrugada, puesto que eso implicaba dormir 3 horas… seguidas. Todo un lujo. El día que tocaba de 3 a 4, o de 4 a 5 de la madrugada … ¡buf!

Cuando, muchos años después, en el 2017, tuve que asistir a mi padre, convaleciente en un hospital, durante 10 días seguidos, con sus noches, sin poder dormir (suerte que me tocó durante las vacaciones de Navidad y no perdí ni un día de clase), sin apenas pegar ojo… me acordé de las maniobras de PBI y pensé… total… aquí tengo un sofá, agua a raudales, una temperatura casi perfecta… nada, nada, esto es pan comido… Claro, la “mili” también servía para forjar el carácter, sobre todo cuando uno tenía la oportunidad de hacerla en una unidad “cañera”. Ya lo decía mi capitán, ya…

Todavía recuerdo, asimismo, el día en que se presentó en la última formación, antes de retreta, un suboficial (subteniente, si mal no recuerdo) del cuartel general de la Brigada, preguntando por mí, puesto que se había enterado de que en la “1ª de fusiles” había un licenciado en derecho, y me ofreció un destino en dicho cuartel general. Me dijo que yo no tenía por qué estar ahí, con los fusileros, que eso era un infierno, y que podía ir a un lugar mucho más amable. “Vaya tela”, pensé, “para hacer de oficinista no hago la mili”. Y entonces recordé que pocos días antes, cuando los boinas verdes vinieron a reclutar efectivos (su capitán tenía un apellido de origen italiano, pero no recuerdo exactamente cuál era) me presenté voluntario. Sin embargo, el mando ocasional de mi compañía (que en esos momentos recaía en el alférez Amat, de la escala media, puesto que nuestro capitán estaba en Bosnia) me lo impidió, alegando que, como yo tenía una OPLA, solamente me podía echar atrás a través de un procedimiento de revisión de los actos administrativos.

Gran tipo, Amat. Guardo un excelente recuerdo de él, con su rostro serio, apenas capaz de dibujar una tenue sonrisa, un tanto sarcástica, pero siempre presto al cumplimiento del deber, con la máxima eficacia. Además, supongo que Amat tenía razón, como siempre. De modo que al subteniente en cuestión le espeté algo así como que yo era “objetor de conciencia… sí… pero a las máquinas de escribir” y que, dado que tenía una OPLA de fusilero-explorador, a mí ya nadie me movía de la 1ª compañía de fusiles. En condiciones normales no sé si me hubiera atrevido, pero como estaba mosqueado por lo de la negativa a irme al GOE II… me salió así. Y el hombre se fue, alucinando, creo. Aunque quizá, en el fondo, satisfecho de mi respuesta. Y yo me quedé, el resto de la mili, en mi querida compañía de fusiles. Creo que acerté de lleno.

De hecho, en mis últimos días en el cuartel, aprovechando que los reclutas de un nuevo reemplazo iban a pegar sus primeros tiros, el teniente Domínguez me dijo que, si me apetecía, podía incorporarme a la línea de fuego, y que, siendo así, me dejaría vaciar todos los cargadores que quisiera del CETME… “hasta que el cañón se ponga al rojo vivo”. Recuerdo esas palabras, mientras me miraba fijamente a los ojos, como si estuviera sucediendo ahora mismo. Y recuerdo que lo aproveché al máximo, porque sabía que era la última ocasión en la que iba a poder disparar con el fusil de asalto. La verdad es que lo disfruté mucho. Fue un gran detalle por parte de Domínguez. Otro gran tipo.

¿Qué fue lo peor de la “mili”? Sin duda, el día en el que me subí por última vez al autobús que nos recogía en Cerro Muriano para llevarnos a Córdoba capital. Y, de ahí, para casa. Sentí una sensación muy rara, una sensación que he experimentado pocas veces a lo largo de mi vida. Era una especie de vacío en mi corazón. Como si dejara atrás algo que yo quería mucho, y que no podría recuperar jamás. Me invadió una sensación de inmensa tristeza. Dejaba mi unidad, a mis compañeros, a mis mandos, esas risas en la cantina, esas formaciones impecables (o casi), el orgullo de vestir ese uniforme, y a esa sierra de Córdoba que me había abrazado tan calurosamente. También iba a dejar atrás Andalucía, pero eso sería solo de momento. Habría más oportunidades de volver a esa tierra bendita. A esa tierra que quiero tanto. Aunque en esos momentos yo no era consciente de ello.

Recuerdo a mis capitanes, Carreras Luján y Laguarda Seboni, a mi teniente, Domínguez, a mis alféreces, Amat, Becerra, Ramos y Pascual, a mis sargentos, sobre todo a León Cazalla. León Cazalla, genio y figura. Yo nunca iba a cobrar las dos mil pesetas que me asignaban cada mes. Cuando terminé la mili, me licencié sin ellas. Y, al cabo de algunas semanas de haberme licenciado, recibí una carta en mi casa, por la cual mi sargento me enviaba ese dinero y me echaba la última “bulla”, por inútil y por despistado. ¡Qué “crack”! Espero que a todos ellos les haya ido muy bien en la vida. Se lo merecen. Entre los compañeros de tropa, Ruz estuvo por mi casa, algún verano después. También he mantenido conversaciones por e-mail con Lara y con Tíscar, en tiempos muy recientes. Buena gente. Muy buena. Todos ellos. Magníficos recuerdos.

Cuando se encuesta a los estudiantes cada vez que terminan una asignatura, se les pregunta algo así como si estarían dispuestos a repetir esa asignatura, con ese profesor. Pues bien, respecto de la “mili”, siempre digo que yo sí estaría dispuesto a repetir esa asignatura. Y con esos profesores. Y con esos compañeros. Que también tuvieron algo de profesores. Tan dispuesto, que no me importaría que el tiempo se hubiera congelado cualquier día de verano, mientras estaba en Cerro Muriano. Tanto, que me encantaría que mis restos descansaran algún día en una zanja, cavada cerca del edificio de la 1ª compañía de fusiles, y que sirvieran de alimento para las raíces de un árbol que ofreciera un poco de sombra a los militares que el día de mañana…

bajo el sol abrasador de Cerro Muriano, en un día cualquiera de julio, regresen de hacer orden de combate, tras haber estado pegando barrigazos, junto al resto de efectivos de la 1ª compañía del Regimiento La Reina nº 2, con el CETME terciado, marcando el paso, a paso ligero, para que puedan zafarse del sol abrasador, tras el momento del “rompan filas”, y antes de correr hacia la fuente de agua fresca, fresquísima, que brotaba del caño de la compañía de zapadores, que en esas circunstancias era como una bendición: ¡Dios! ¡Nunca he probado agua tan deliciosa!