Prosigue el idilio con Andalucía… mi estancia en Sevilla
¿Prosa o poesía?
El actual sistema universitario prima que los profesores que aspiren a consolidar su plaza hagan estancias en otras universidades. En mi caso, fui contratado por la “Pablo de Olavide”, de Sevilla (UPO). Allí me incorporé al Departamento de Derecho Público, en condición de profesor visitante, para impartir una asignatura del Grado de Ciencias Políticas (Ciencia Política II) y otra del doble Grado, de Derecho y Ciencias Políticas (Partidos y Sistemas de Partidos). Lo cual implicaba residir en Sevilla, desde principios de febrero, hasta finales de septiembre.
Lógicamente, eso no es ir de vacaciones. No es estar de paso. Es convivir allí. Me permitió conocer relativamente bien la ciudad y a su gente. Estuve en una residencia, en la calle Porvenir, del barrio homónimo, en la que compartía comedor con administradores de fincas, ingenieros, otros profesores, etc. Alguno de ellos era de la propia Sevilla, mientras que otros eran de otras tantas ciudades andaluzas, como Granada. Los fines de semana muchos de mis compañeros de residencia se iban a sus casas, con sus familias. Pero casi cada fin de semana uno u otro me conducía a visitar lugares muy bellos de Andalucía.
Así, teniendo dicha residencia como base de operaciones, y siempre en buena compañía, pude deleitarme con el paisaje “pirenaico” de la Sierra de Grazalema, incluyendo sus fuentes de agua cristalina en las que los tritones campaban a sus anchas; con las playas de Huelva, cuyas arenas parecen flotar entre un mar no tan manso y unos pinares graciosamente retorcidos por efecto del viento; con la ornitología “tropical” de Doñana, que enmarca el poblado del Rocío y toda su bien ganada fama, jalonada por miles de romerías que van en busca de esa Paloma blanca; con la pintoresca Ronda, su puente sin fin y su goyesca Plaza; con la Sierra de Aracena, excavada caprichosamente por la gruta de las Maravillas y con la ruta, no menos maravillosa, que va enlazando pueblos pintorescos, entre alcornocales que muestran orgullosos su blindaje de corcho; con los doce caños de la fuente de los heridos que socorre al caminante como buena samaritana; o con la mezcla de colores, verdes (del bosque), azules (del cielo), marrones (de la tierra), negros (de la pizarra) y blancos (del manto que envuelve la tumba del rey Mulay Hacen) que hipnotizan al visitante que repasa la vereda de la Estrella, ésa que abre el camino hacia la parte más Nevada de la Sierra por antonomasia; con la ruta de los Cahorros que, al final de la primavera, o a comienzos de verano, parece contener un parque jurásico que de frescor está pletórico, a base de helechos, musgos, e hidráulicas colas de caballo; o con la alegría que desprende, por contagio, solo con verla, la Tacita de Plata, con su caleta convertida en tranquila ensenada, flanqueada por el halo protector de San Sebastián y de Santa Catalina, que no le apartan su mirada.