Este mosaico está ubicado en la finca Pedro i Pons, de Barcelona, que forma parte del patrimonio de la UB
La naturaleza, las plantas…
Mi abuelo paterno era parcero, pobre de solemnidad hasta el extremo en que alguien pueda serlo a pesar de estar trabajando de sol a sol. Analfabeto, amante de la naturaleza, de las cosas sencillas, cazador (para que los suyos pudieran ingerir proteínas… cosas de la sabiduría popular) y, sobre todo, cosa hasta rara en un campesino, amante del mar. Le encantaba embarcar en el bote de un amigo pescador para hacer unas pocas millas, a menos nudos, cuando tenía un momento. Cosa que sucedía en contadas ocasiones, claro, porque había que dedicar el tiempo disponible a garantizar la supervivencia. Pero, aunque no me lo han confirmado, sospecho que era su forma de traerse algo de pescado fresco a casa. Ayudaría en las labores a bordo, a cambio de un pequeño pago en especie. Eso era bastante frecuente en los años de la inmediata posguerra. Así cazaba algún conejo menos. Todo encaja.
En realidad, nunca llegué a conocer a mi abuelo paterno (tampoco al materno). Ambos murieron relativamente jóvenes. Pero, los que conocieron al paterno, en mi pueblo, dicen que me parezco a él en todo: en el físico, en el carácter, y hasta en los «andares». Un hombre ya muy mayor, de su «quinta», al que sí llegué a conocer, siempre decía que cuando me veía a mí, por la calle, creía ver a mi abuelo, como si siguiera entre nosotros.
Creo que mi amor por la naturaleza viene de ahí. De lejos. Cuando estoy en medio del macizo del Garraf, solo, casi perdido, rodeado de una espesura de pinos que apenas deja entrever nada, tengo la sensación de que él todavía está ahí. Acompañándome. Quizá lo esté haciendo. Porque nunca me he sentido más arropado que en esas ocasiones. La sensación de seguridad , de tranquilidad, así como de bienestar, que me embarga en esos momentos es increíble. Una pasada, como dirían ahora.
En efecto, el legado de los antepasados, el ser humano y la naturaleza… supongo que muchos jóvenes urbanitas de hoy no entienden esas cosas… quizá porque ni siquiera las piensan. Así que es más probable (o casi seguro) que me entienda un navajo (o un sioux), un oromo (o un amhara), un araucano (o un guaraní), un bantú (o un masai), un nuristano (o un pastún), un bereber (o un árabe)… es decir, no es cuestión de éste o de aquél, sino de lo que tienen (o tenemos) en común. Mi respeto (aprecio, diría yo) está con (todos) ellos (aunque algunos se lleven mal entre sí). En fin… ¿quién dijo que los jóvenes occidentales de hoy tengan más razón que cualquiera de ellos a la hora de organizar sus vidas? Ya veremos… (el tiempo dirá).
Además, soy hijo de jardinero, y un poco jardinero. Ejercí esa profesión mientras cursaba mis estudios universitarios: lo hacía todos los veranos y los fines de semana de todos los meses del año. De hecho, lo hacía desde que cumplí los 14 años, pero dosificando mucho, de modo que el ritmo de trabajo de un adulto (y la exigencia asociada a ello) lo asumí a partir de los 18. El caso es que no podía permitirme el lujo de suspender y que me quedaran asignaturas para septiembre, porque mi padre me necesitaba full time los meses de junio, julio, agosto… y septiembre (en esa época las clases de la Universidad no comenzaban hasta octubre). El trato al que llegué era que él me daba de comer, y me pagaba la matrícula y los libros de la Universidad, pero yo tenía que trabajar gratis esos periodos de tiempo. Así que no podía dormirme en los laureles. Y a fe que no lo hice. Cumplí mi parte del trato y recuerdo que el primer mes de «profe» universitario, todavía lo tuve que compatibilizar con mi labor como jardinero, puesto que teníamos cosas pendientes o inacabadas. Y la palabra dada es lo más importante que tiene un ser humano, así que…
Bueno, a la hora de la verdad, en los meses de más calor (julio y la primera mitad de agosto), mi padre y yo solíamos trabajar solo por la mañana, Madrugábamos un poco más de lo habitual para laborar «a la fresca», como él decía (fácil de traducir: «al fresco») de modo que podíamos trabajar 7 horas, para terminar a las 14. Así que por la tarde yo podía leer libros de los que me interesaban, por pura afición: Marx, Lenin, Bakunin, Kropotkin, los nacionalistas catalanes y vascos, Hitler, Rosenberg, José Antonio, Ramiro Ledesma, las encíclicas sociales de la Iglesia, la historia del socialismo en España; la de la democracia cristiana en España; textos de socialdemócratas de la segunda mitad del siglo XX…
Como yo ya sabía lo que terminaría pasando, cada año hacía acopio de material -si no me daba el presupuesto, que era lo usual, tiraba de préstamos de bibliotecas y, para no agotar la cuota, lo hacía de varias bibliotecas: de la universidad, de la diputación, …- para cuando llegara -por fin- la época de más calor. Y entonces, a la sombra, devoraba esos libros. En algunos casos, todavía guardo notas tomadas hace años (tengo una carpeta de las de antaño, llena a reventar)… y esas notas todavía son útiles para mis clases de teoría política en la Universidad.
Bueno, pero lo importante de todo esto es que me gustan mucho las plantas, y que mi segunda vocación, la de jardinero, no ha desaparecido. Decía un hombre sabio, dispuesto a ofrecer buenas recetas para alcanzar la felicidad, aquello de… «aprende a querer lo que debes hacer». Pues será eso. Aprendí a querer las plantas. Y las sigo queriendo. Así que aprovecho mis ratos libres para llenar con ellas el espacio disponible en mi casa. Solo me dan alegrías (es complicado obtener tanto rédito de otros seres vivos). Y yo procuro corresponder con buenos cuidados y con mucho cariño. Creo que nos llevamos bien. Al menos, eso dicen las fotografías…
No. No es un patio andaluz… es una terraza catalana. Pero sí, está inspirada en un patio andaluz. ¿Cómo no? Me gusta mucho apoyar a las plantas en su crecimiento (plantar y/o trasplantarlas, abonarlas, podarlas… darle la lata al siempre insidioso pulgón) ubicándolas en el lugar más adecuado para, en la época de la floración, jugar con los colores. Me gusta que, además de los más usuales, haya alguna planta con flores azules, violetas o morados, aunque sean menos usuales, ya que le dan un toque especial al conjunto.
Aquí la azul es un plumbago, mientras que una bouganvillea y una sulfinea contribuyen al policromatismo, acentuando el papel de los colores tradicionales, también presentes. Así me parece que, de paso, tengo un pedacito de Andalucía en casa. Tanto es así que tengo una vecina de origen sevillano, dependienta de una droguería cercana, a la que siempre le apetece traer los trastos a casa (aunque haya pocos trastos que traer)… para contemplar esas plantas. Le recuerda, dice, la casa de sus padres. Pues eso…




Por cierto, detrás de ese rincón pletórico de plantas hay una cisterna. Lo interesante del caso es que recoge el agua con la que riego en la terraza, de manera que luego se reaprovecha toda. Así, a través de este ciclo de retroalimentación (que se reproduce tantas veces como haga falta) genero un ahorro considerable de agua. Con el añadido de que el agua de la cisterna termina conteniendo un montón de nutrientes que llegan de las plantas ya regadas. Es un «agua abonada». Y eso debe ser algo así como un «jardín ecológico». Bueno, no será tanto. Pero creo que es un buen planteamiento, a costa de que no puedo invitar a nadie a beber de esa agua. De esa, ciertamente, no beberé…


El caso es que el primer día del confinamiento, en medio de la confusión y no sin antes redactar un par de circulares para mis profesores y alumnos del grado de seguridad, aproveché y lo corté a la altura que ahora llega el tronco, quedando… sin ni una sola hoja. Las pocas que le quedaban estaban en la parte podada, muy arriba. En una planta de hoja perenne, eso no debería hacerse. No es lo que dicen los manuales. Pero… sabemos que a los ficus les va la marcha… son muy vivaces. Unos todo-terreno. Eso sí, de momento, el pobre se quedó en… nada. Solamente era un palo viejo, reseco, con forma de tirachinas. Daba pena verlo… bueno, es un decir, porque apenas se podía decir que «eso» era una planta, o que estuviera viva.
Pero ahora… qué preciosidad: repleto de una miríada de pequeñas hojas, de un color rojo más intenso que nunca. Cuando le da el sol, parece que brillan. Dentro de otros tres meses, estas mismas hojas habrán triplicado su tamaño, y nuestra planta quedará como un arbusto frondoso. Le echaré un poco de abono y, como no hay parásito ni hongo que pueda con un ficus… seguro que va a convertirse en una de las «estrellas» de mi «selva».
